domingo, 23 de octubre de 2016

Una perturbadora visita y sus nefastas consecuencias.

   Aquel día dio muestras de lo caluroso que podría llegar a ser desde el mismo amanecer. Ahora, estando próximo el mediodía, sólo las cigarras, a juzgar por su incesante y monótono canto, parecían celebrar gozosas los excesivamente cálidos rayos con los que el sol de verano, implacable, abrasaba los fértiles campos del Valle de Entresierras, una hermosa extensión de tierra salpicada de bosquecillos, donde la presencia del hombre no había alcanzado aún un número significativo, por fortuna para el entorno.
   Desde el umbral de la puerta de una sencilla casa que se alzaba solitaria en medio del monte, un joven de tez pálida que apenas rozaba la veintena, y que permanecía convenientemente resguardado a la sombra, contemplaba con desgana la porqueriza a la que, siguiendo las severas y claras instrucciones de su madre, debía dirigirse para limpiar y alimentar a los tres gorrinos que la habitaban y que, en ese preciso instante, parecían devolverle la mirada, desafiantes.
   A pocos pasos de la pocilga, torpemente techada, crecía un manzano cuya propiedad más destacable era la de no haber dado nunca fruto alguno; un verdadero misterio si se tenía en cuenta que poseía un aspecto lozano y unas ramas vigorosas de las que brotaban, llenas de vida, multitud de hojas, conformando así una copa densa y apelmazada. A los pies del árbol, el joven pensaba dejar un cubo lleno de agua con la que poder refrescarse mientras desempeñase la faena que, por mandato y a causa de alguna que otra advertencia, debía acometer, cosa que haría sin la menor muestra de entusiasmo, como solía ser costumbre en él cada vez que se le imponía una tarea que implicase más de cinco minutos de su entera dedicación.
  Tras suspirar pesadamente, suplicando en silencio la milagrosa presencia de una ligera brisa que aliviara el calor, el muchacho tomó el cubo vacío y se encaminó con pasmosa tranquilidad hacia el arroyo de aguas cristalinas que pasaba a no más de medio centenar de metros de allí, prácticamente a los pies de una montaña no muy alta que recibía el nombre de Picoenano, cuya escarpada ladera estaba plagada de hermosas coníferas que parecían desafiar el equilibrio de las cosas en su admirable insistencia por abrirse paso en la vida, llegando a arraigar en zonas que parecían del todo imposibles a ojos de un joven que no sabía apreciar la belleza de aquel paisaje.
   Luego de dedicar una inexpresiva mirada al torrente, quizás, estimulado por el agradable sonido del correr de las aguas y el hermoso trinar de los pájaros, el mozo sintió deseos de aliviar la vejiga, cosa que hizo sin el menor reparo apuntando hacia el cauce. Una vez satisfecha su repentina necesidad, se dispuso a llenar el cubo, cayendo en la cuenta, justo a tiempo, de que sería más apropiado desplazarse unos pasos contracorriente, evitando así la posibilidad de cargar el recipiente con agua que él mismo había contaminado con su irreflexiva acción. Llenado el balde, lo llevó, no sin esfuerzo y numerosas paradas, de vuelta al hogar, depositándolo junto a la base del tronco del solitario manzano, donde la sombra del mismo le garantizaría que el líquido se mantendría fresco hasta el mismo momento de su uso. Después, entró en casa, tomó una vieja jarra vacía descascarillada y la dejó caer en el interior del cubo, no tardando ésta en buscar el fondo, pretendía valerse de ella para, llegado el momento, aplacar la sed que, a buen seguro, acabaría asaltándole.
   Cuando todo estuvo más o menos a su gusto, el joven fue a por los avíos necesarios para abordar la tarea que tenía pendiente. Al acercarse a la tosca valla que retenía a los cerdos, éstos, al olor de la comida, se revolvieron hambrientos, llegando a empujarse unos a otros con objeto de ganar el mejor sitio. Uno de ellos, el de mayor volumen, que era llamado Tronchocico, había intentado morder al muchacho en repetidas ocasiones con la malsana intención de arrancarle un trozo de carne, todo ello sin mediar provocación. Los otros dos, más pequeños, aunque no dejaban de ser puercos, se comportaban de un modo más noble y sumiso, dando la impresión de haber aceptado al gran marrano como su líder indiscutible, por así decirlo. La preocupante actitud de Tronchocico venía sucediéndose desde hacía unos meses, cambiando de la noche a la mañana, no habiéndose mostrado agresivo nunca antes. También llamaba la atención su aparente fijación por el manzano, al que, coincidiendo con su repentino salvajismo, contemplaba ensimismado durante gran parte del día, síntoma inequívoco de que algo no andaba del todo bien en la azotea del impredecible cochino.
   Los graznidos protagonizados por los componentes de una bandada de gansos, que en ese preciso instante sobrevolaban la zona, llamaron la atención del joven, que, absorto, quiso seguirlos con la vista. Al girar sobre sus talones para continuar la trayectoria de los plumíferos, se topó sorpresivamente con un corpulento individuo que envolvía su grueso torso en una sucia cota de mallas que le cubría hasta las rodillas, y, bajo la cual, había un remiendo de distintas prendas que, a base de mucho coser, hacía las veces de peculiar indumentaria en lo que a la parte superior se refiere. Unos rudos y desgastados pantalones vestían las piernas del sujeto, cuyo fiero rostro, repleto de cicatrices, parecía adherido a una larga y frondosa barba mal cuidada que debía ser un paraíso para toda clase de pulgas y demás parásitos indeseables. Unos ojos, pequeños pero amenazantes, escudriñaban con mal disimulado desprecio al porquero por encima de una fea nariz que, a pesar de estar incompleta por avatares propios de un belicismo desmedido, sobresalía enérgica, apuntando hacia arriba del mismo modo que lo haría un géiser al explosionar, conformando todo ello, junto a unas orejas que insistían en permanecer abiertas como alas que se despliegan preparándose para un vuelo inminente, un rostro ciertamente perturbador. Sin embargo, no todo está dicho aún, pues tan peculiar cabeza era tocada por un cornudo yelmo severamente aboyado en varios puntos, evidenciando que, aquel hombre, debía ser, sin duda alguna, un experimentado guerrero, o algo que se le aproximaba mucho.
   El muchacho, que se sintió intimidado de inmediato por la presencia del recién llegado, fue incapaz de emitir palabra, de hecho, apenas pudo mover un músculo, ni siquiera para dar un respingo, algo que hubiese estado más que justificado dadas las circunstancias.
—Agua —pidió el hombre, mostrando poseer unas formas tan rudas como su propio aspecto hacía prever.
   El joven, que todavía se preguntaba de dónde había salido aquel sujeto al que no oyó acercarse lo más mínimo, asintió inquieto, luego, señaló hacia el manzano, tratando de hacer ver que debía ir hacia allí para satisfacer la reciente demanda. Los gruñidos de los cerdos, visiblemente alterados, se dejaron sentir a su espalda; parecían enfadados por aquella interrupción de lo que, a su manera, consideraban era un momento que les pertenecía enteramente y que no deseaban compartir con nadie.
   El extraño, tras contemplar desconfiadamente el lugar indicado por el mozo, comprendió las intenciones de éste y decidió apartarse a un lado, facilitándole el paso, a pesar del recelo que parecía alojado de forma permanente en aquel rostro endurecido. El muchacho comenzó a caminar tímidamente, temiendo alguna reacción violenta por parte del visitante en cuanto pasase junto a él, sin embargo, no hubo más que un cruce de miradas que acabó cuando el porquero, asustado aun de su propia sombra, optó por desviar la suya hacia el suelo en actitud sumisa. Fue entonces que reparó en la ancha y larga espada que, envainada, colgaba de un viejo y resquebrajado cinto que apretaba las ropas del barbudo en torno a su tripa, visión que le hizo temblar momentáneamente al imaginarse a sí mismo siendo atravesado por el frío acero de la amenazante hoja.
   Los inseguros pies del joven le llevaron hasta el manzano, donde, tras introducir la mano en el cubo que descansaba junto a la base del tronco, extrajo la jarra que había dejado caer en su interior hacía tan sólo un momento, esta vez llena de agua. Tras desandar lo andado tanto o más nervioso que antes, tendió, dubitativo, el recipiente al fiero guerrero, que se lo arrebató de las manos sin mostrar el menor reparo. Luego de comprobar que, en efecto, aquello que se le ofrecía era agua y no otra dudosa sustancia, el sujeto vacío de un único trago la jarra, devolviendo ésta al joven con cierto ímpetu, haciéndole saber a través de gestos que su garganta aún estaba seca. Éste, mostrándose servicial, repitió la operación. Tenía la esperanza de que, quizás, una vez aquel extraño viese calmada su sed, marcharía para siempre lejos de allí, dejando tanta paz como la que consigo llevase.
   Al hombre le llevó más tiempo finiquitar la segunda jarra, tomándose algún que otro respiro entre sorbo y sorbo, disfrutando la frescura que recorría su agradecida garganta. 
   Al fin, un largo suspiro pareció indicar que se hallaba satisfecho.
—¿Cómo te llamas, muchacho? —preguntó al joven, fijando su atención en la respingona nariz de éste, que emergía por encima de una peculiar perilla no demasiado frondosa que, a su vez, servía de irregular marco para un tragadero donde no todos los dientes estaban donde debieran.
   El aludido estudió el gesto de quién le hablaba con sus tristes ojos azules, como si tratase de averiguar qué intención había tras aquella sencilla pregunta.
—Sigfrido, señor —contestó con timidez.
—Te agradezco tu hospitalidad, muchacho —dijo el hombre, que, tras mirar a su alrededor, se dispuso a hablar de nuevo—. ¿Vives solo? 
   Una sombra oscureció el corazón de Sigfrido.
—No, señor, también viven aquí mis padres y hermanos —respondió inquieto.
   El hombre estudió nuevamente el entorno, prestando especial atención a la casa.
—No parece que haya nadie más ahora, aparte de nosotros —observó.
   Sigfrido, que se hallaba en ese momento agachándose para recoger el cesto con el que debía echar de comer a los cerdos, tratando así de hacer ver al visitante que estaba muy ocupado y que no tenía tiempo para otros menesteres, sintió cómo se le encogía el alma; pues, a pesar de estar cumpliendo instrucciones dadas por su madre esa misma mañana, ésta se había marchado, junto a su padre y sus dos hermanos, a comprar y vender algunas cosas en la recién iniciada feria de Trescasas, el pueblo cercano, quedando él mientras tanto al cuidado de todo.
—Sí, bueno, pronto estarán de vuelta —dijo atropelladamente.
   El hombre asintió.
—Tengo hambre, ¿dónde podría comer algo bueno? —quiso saber.
—Hay ventas no muy lejos de aquí, si os referís a eso.
   El individuo negó con la cabeza, diriase que decepcionado.
—¿Es que no vas a ofrecerme nada aparte de agua?
   Sigfrido, que acababa de introducir la mano en el mejunje que, se suponía, era la comida de los cochinos, cada vez más agitados, se vio sorprendido por la descarada insistencia de aquel hombre.
—Supongo que sí —dijo sin pensar.
—Podría bastarme con un generoso trozo de queso y una hogaza de pan, sí es que tienes —sugirió el guerrero—. Y vino, algo de vino con que acompañar todo eso.
   Sigfrido dudó un momento antes de responder.
—Sí, creo que sí.
   El joven, tratando de ocultar la turbación que aquella incomoda situación le producía, volvió a dejar el canasto en el suelo. Luego, se dirigió indeciso hacia la casa, seguido muy de cerca por el intruso. Una repentina ocurrencia le hizo volverse de súbito.
—Ahora que recuerdo, la despensa está casi vacía, no creo que quede nada que pueda ofreceros —mintió, al tiempo que se secaba el sudor de la frente con la manga de la blanquecina camisola que vestía, tratando así de aparentar una sincera contrariedad.
   El hombre se detuvo en el acto y frunció el ceño, algo que no acabó de gustar a Sigfrido.
—¿Estás seguro? ¿No mirarás para cerciorarte que lo que dices es cierto?
   Hubo un incómodo silencio.
—Sí, por supuesto que iré a comprobarlo —respondió el joven, sospechando que aquella era la opción que más le convenía—. ¿Tendréis la bondad de esperar aquí?
—Esperaré en la puerta —accedió el hombre, que parecía impaciente por atravesar el umbral y ver qué podría haber de valor en el interior del hogar, o eso fue lo que intuyó Sigfrido.
   El muchacho se adentró en la casa con gran agitación. Una vez estuvo junto a la pequeña despensa, apartó el cortinaje que la cubría y paseó sus ojos por los muchos alimentos que allí eran guardados. Su familia, aunque lejos de ser rica, disponía de los suficientes recursos para salir adelante a base de trabajar duro aun en los años difíciles, y el aspecto de aquella alacena era un buen ejemplo de ello. Sigfrido alargó la mano y rebuscó entre los víveres, haciéndose con el trozo más diminuto de queso que pudo encontrar. Luego, cogió una hogaza de pan y, tras correr la cortina que ocultaba de la vista el pequeño almacén, se giró sobre sus talones, dándose de bruces, nuevamente, con el aguerrido sujeto a quien pretendía llevar aquella comida, que posaba en él sus ojos acompañándolos con un semblante ciertamente perturbador.
   “¿Cómo diablos habéis entrado sin que os oiga, otra vez?”, quiso preguntar, mas, sobrecogido, sólo acertó a dar un paso atrás, lo que le llevó a tropezar con los estantes de la despensa a la que, en ese momento, daba la espalda.
—Has intentado engañarme —le acusó el hombre.
   Sigfrido alzó las manos, que asían temblorosas la comida, hasta ponerlas más a la vista. Entonces, las agitó brevemente, tratando de atraer sobre ellas la atención del sujeto.
—Nada de eso, buscaba los mejores bocados para vos —mintió.
   El hombre estiró el brazo y descorrió la cortina, dejando a la vista los víveres apilados.
—No encontraste un trozo de queso más pequeño para mí, ¿verdad? —dijo el intruso, empleando un tono que, además de irónico, hacía presagiar graves problemas.
—Pensaba ofreceros más en cuanto acabaseis —aseguró Sigfrido, que comenzó a abrirse paso lentamente por uno de los flancos, confiando hallar una salida a aquella ratonera en la que se encontraba—. Se trata de un queso muy pesado para el estómago. Probadlo si no me creéis.
   El muchacho acercó entonces el queso al rostro del hombre, esperando que éste abriese la bocaza y poder dárselo a comer, sin embargo, sus labios permanecieron sellados, provocando que, en su estúpida y patética insistencia, Sigfrido acabara restregándole el preparado lácteo, que se fue desmenuzando con rapidez.
   El individuo echó mano a la espada, y, aunque no dijo nada, el gesto fue tan evidente que el joven porquero entendió de inmediato que no se trataba de una bravuconada cualquiera.
—¿Vais a matarme por un queso? —inquirió Sigfrido con voz queda.
—Digamos que iba a matarte de cualquier manera, sólo faltaba saber en qué momento lo haría y qué causaría tu condena. Debo reconocer que ha sido espantosamente original —respondió el hombre.
   Aterrorizado, el joven echó a correr atropelladamente en dirección a la puerta. El guerrero, tras seguirlo brevemente con la mirada, tomó uno de los quesos que descansaban en los estantes de la despensa; un ejemplar que poseía un tamaño y peso considerables, dando muestras de estar bien curado, y que acabó arrojando sobre el ahuyentado, acertándole en la espalda justo cuando éste traspasaba el umbral.
—No tengas tanta prisa, ahora que había pensado añadir algo de carne y sangre al menú —dijo, al tiempo que desenvainaba su arma y daba el primer paso hacia su futura víctima.
   Sigfrido trató de incorporarse, pero el golpe le había dejado un tanto aturdido. Como pudo, gateó sin saber muy bien hacia dónde ir.
—¡Vamos! Corre a esconderte con los cerdos. Son pocos, pero seguro que te camuflas bien entre ellos. Me costará encontrarte allí.
   El muchacho, incapaz de ordenar sus pensamientos, se arrastró hasta el lugar donde, momentos antes, había dejado caer la canasta que contenía la comida de los puercos, sujetándose a ella desesperado, tal como haría con una roca que, arrogante, emerge invencible por encima de un mar tempestuoso que pretendiese arrastrarle. Entonces, una poderosa e implacable mano lo tomó por el hombro y le obligó a levantarse.
—¡Ve con los cochinos! —exclamó su captor entre risas, que, de un formidable empujón, hizo que Sigfrido superase la pequeña cerca y aterrizara en la porqueriza junto a los alborotados animales. El temor de ser mordido por Tronchocico se sumó al que ya sentía por la situación que vivía en aquel instante.
   El bárbaro saltó sin esfuerzo la valla, tras blandir la espada de un modo desconcertante, ensartó a uno de los cerdos, que, aunque no quedó herido de gravedad, se quejó amargamente. El animal, aterrorizado, se revolvió enloquecido, contagiando su nerviosismo al resto. Sigfrido tuvo la extraña impresión de que el guerrero no pretendió en ningún momento hacer tal cosa, de hecho, parecía disgustado consigo mismo, llegando incluso a titubear, como preguntándose si debía ir a pedir disculpas al desafortunado gorrino o seguir avanzando hacia su objetivo original.
   Tras un momento de desconcierto, el hombre volvió a recuperar su fiereza y decidió centrarse en el muchacho.
—Me pregunto si chillarás como un vil puerco una vez te clave mi acero.
   Sigfrido retrocedió tembloroso.
—Mírate. Estás tan asustado que sigues sosteniendo la canastilla con la que pretendías echar de comer a los cochinos.
   El muchacho, al oír aquello, comprobó con desagrado que lo que le había sido dicho era cierto, sin embargo, el contenido de la cesta, que aún sujetaba con ambas manos, había quedado reducido a la mitad, hallándose el resto esparcido por el suelo. Tronchocico, estimulado por él hambre, pareció perder el miedo, si es que llegó a tenerlo, y comía con avidez, no así los otros.
   El intruso, que parecía llevar la muerte escrita en su feo rostro, avanzó hacia Sigfrido. Éste, consternado, retrocedió torpemente, lo que le hizo tropezar con uno de los animales y caer al suelo de espaldas, circunstancia que fue aprovechada por el matón para abalanzarse sobre él haciendo gala de una agilidad de veras sorprendente.
—Ya eres mío, muchacho. Aunque, en realidad, siempre lo fuiste.
   Sigfrido trató de resistirse, pero el peso de su experimentado agresor le impedía moverse con la soltura necesaria.
—¿No te preguntas cómo es que llegué hasta ti? Nadie se extravía del camino para venir aquí a pedir agua, chico, a no ser que sepa que puede encontrar algo de interés.
   Visiblemente angustiado, Sigfrido negó con la cabeza.
—Ni siquiera te haces una idea. Verás, encontrar este sitio no fue una tarea fácil; se me dijo por donde debía estar, no el lugar exacto. Pero, al fin, encontré esta porquería en la que vivís gracias a un golpe de suerte, loados sean los dioses, por una vez.
   El muchacho escuchaba con atención, aunque ignoraba lo que ese hombre trataba de decirle.
—Sí, os he estado observando a escondidas durante días, a ti y al resto de los tuyos. Cuando los vi partir esta mañana supe que había llegado mi momento. Mucho me temo que ninguno de ellos volverá, jovencito, pero es posible que todavía sigan con vida, pues mis hombres son traviesos y les gusta alargar el sufrimiento de sus juguetes, sobre todo cuando éstos son nuevos y deseados. Aunque es más que probable que tu padre lleve un buen rato haciendo cola para entrar en El gran salón de las almas, si es que me entiendes; ¿sabes lo desagradable que puede llegar a ser abusar de la mujer y los hijos de un hombre en presencia de éste? Hay quienes hallan placer en sus furibundas e inútiles amenazas así como en sus desesperadas súplicas, por no hablar del llanto desconsolado. A mis chicos y a mí nos confunde, no dejándonos disfrutar del dolor que producimos en quienes tienen la desgracia de caer en nuestras manos, por eso los matamos con rapidez, aunque haciéndoles sufrir en el proceso, lo que les hace entender qué clase de infierno espera a los suyos. Con eso es suficiente
   Sigfrido estaba de veras horrorizado.
—Te preguntarás, supongo, por qué, teniendo hombres, no os atacamos antes y hemos esperado hasta ahora. Esta cuestión incluso podría hacerte pensar que te estoy mintiendo, que en realidad no hay nadie conmigo y que tus familiares siguen con vida. Sí, podrías pensarlo, y yo no podría impedir tal cosa, pero la verdadera razón es que mis muchachos se retrasaron por culpa de cierto recado de última hora. Haberme encargado de vosotros personalmente me habría hecho asumir demasiados riesgos, todos innecesarios; sólo un idiota se habría enfrentado abiertamente con un padre y sus tres hijos ya crecidos, eso sin contar a la madre, que no es poca cosa en el caso de la tuya, hijo. Sí, esa mujer tiene carácter. ¿Sabes que se llevó por delante la oreja de uno de los chicos? La subestimó, y ella se lo hizo pagar con un buen mordisco. También destrozó la cara de otro, uno que quiso tranquilizarla, por así decirlo. Deberían haberla atado a aquel árbol antes de comentar nada acerca de violar a tus hermanos; hay un par de mis mejores secuaces a los que les gustan jóvenes y bien formados, y no es sabio negarles ciertas necesidades.
   Sobrecogido, Sigfrido, imaginó la escena que le era descrita deseando que todo aquello no fuese cierto. De hecho, apenas podía creer lo que le estaba sucediendo a él.
—¡No me mires así! No sé nada más. Ni siquiera habían acabado con tu padre cuando los dejé empleándose en la faena con una sola exigencia por mi parte; que los dejasen bien muertos antes de reunirse conmigo en este mismo lugar. Cumplirán, son buenos profesionales.
   Furioso a la vez que asustado, el joven trató de forcejear, pero su opresor, sentado a horcajadas sobre él con las rodillas apoyadas en el suelo, dominaba perfectamente la situación. Éste, con la mano que tenía libre, pues en la diestra empuñaba la larga espada, sujetó firmemente el brazo derecho de Sigfrido, que, desesperado, agitó sin orden ni concierto el que aún le restaba, teniendo que cesar en su empeño al ser amenazado con recibir una ruda estocada si persistía en su vano intento de lucha.
—Dicen que de tal palo tal astilla, pero no creo que eso sea cierto del todo. Tu madre no se habría rendido tan pronto, jovencito —rió el hombre—. ¿Ves ese manzano solitario de ahí? Sí, ese que no sabe dar manzanas. ¿Lo ves? Sí, claro que lo ves. Bajo sus estériles raíces se halla la verdadera causa por la que estoy aquí. Un asunto para el que fui contratado por alguien que prefirió no desvelar su identidad, pero que me dejó muy claro que no quería testigos de ningún tipo. Personalmente no lo entiendo, pues tan sólo debo cavar y encontrar lo que sea que haya sido enterrado ahí abajo, si es que es cierto que hay algo, y llevárselo a quien lo reclama. Pero no me pagan por hacer preguntas a quienes me contratan ni por dar explicaciones a quienes voy a matar, sino por hacer bien los encargos que me son encomendados. Sin embargo, hoy me siento inusualmente generoso, como si no fuese yo del todo, incluso podría llegar a perdonarte la vida si me alivias la carga de tener que cavar bajo este sol insoportable. ¿Qué me dices, chico?
   Las palabras de aquel hombre desconcertaron del todo a Sigfrido, pues no entendía en qué momento un bárbaro armado hasta los dientes, que bien podría obligar a su desamparado cautivo a hacer casi cualquier cosa por medio de la intimidación o la propia violencia, recurría a negociar la vida de éste a cambio de su cooperación. ¿Qué había sido de aquella bestia inhumana que, hacía tan sólo un instante, le había descrito con todo lujo de detalles el infortunio que habían corrido sus padres y hermanos a manos de sus sádicos secuaces?
   De súbito, Tronchocico se aproximó al extraño, al que comenzó a olfatear con insistencia.
—¡Aparta, bicho asqueroso! —gritó el hombre, que soltó la mano desarmada en dirección al descomunal cerdo. A pesar de su airada expresión, no pareció albergar malas intenciones con respecto al animal, pues no hubo azotaina de ningún tipo, sino una amistosa caricia, lo que confundió aún más a Sigfrido, que, además de no encontrar sentido al extraño comportamiento de aquel individuo, no supo aprovechar el momento para intentar liberarse, aunque sospechaba que de bien poco le habría servido.
   Tronchocico y el hombre se sostuvieron la mirada un instante, tras el cual, los rostros de ambos parecieron endurecerse hasta lo inimaginable. El muchacho, obligado testigo de aquello, apenas podía creer que un cerdo pudiese gesticular así, aun tratándose de aquél.
—¡Tú! ¡No puede ser! —exclamó sorprendido el salvaje, dirigiéndose inequívocamente al malintencionado gorrino. Éste, a su vez, pareció dibujar una maliciosa sonrisa, haciendo que Sigfrido se preguntase si lo que estaba sucediendo no sería fruto de su imaginación. “Tantas emociones me están haciendo enloquecer”, pensó preocupado.
   Tronchocico torció el gesto más aún, tornándosele el rostro en una expresión donde sólo cabía la más absoluta maldad. El cochino abrió el hocico hasta lo imposible, mostrando unas negras fauces que eran habitadas por un sinfín de dientes terriblemente largos y afilados como cuchillos cortantes.
—¡No! ¡No! —pareció suplicar el hombre, que bien sabía lo que ocurriría a continuación, al igual que Sigfrido.
   El animal se abalanzó furibundo sobre el corpulento barbudo, mordiendo el rostro de éste con una brutalidad indescriptible. El hombre se defendía empleando unos modos que no hacían justicia a su fiero aspecto, de hecho, el joven llegó a sentirse sumamente decepcionado. Lo incomprensible era que, aun con con su nariz y labios en el tragadero del cerdo, fuese capaz de quejarse continuamente y soltar una larga lista de improperios, todos ellos dedicados al puerco, y que Sigfrido no pudo entender en su totalidad.
   La lucha se decantaba rápidamente en favor del gorrino, que fue capaz de derribar al hombre y ensañarse con él sin concederle tregua de ningún tipo. De buena gana hubiese escapado el aterrorizado muchacho entonces, pero la carnicería tenía lugar sobre su mitad inferior al completo, inmovilizada por el peso del que iba a ser su asesino, a lo que habría que añadir también el del inesperado asesino de éste, que removía sus voluminosas posaderas al ritmo del sanguinario frenesí con el que se empleaba en perpetrar la matanza ante los incrédulos ojos de Sigfrido, que ya apenas recordaba cómo había empezado todo.
   Hallábase consternado el muchacho, preguntándose si, tras destrozar al guerrero, el maldito marrano se cebaría también con él, cuando el cuerpo del caído comenzó a agitarse convulsivamente. La barriga, ya de por sí notoria, fue inflándose imparable, pareciendo a punto de estallar aun con el pesado gorrino encima. Sigfrido creyó oír una voz que parecía provenir del interior de la estirada tripa, aunque no podría asegurarlo.
   El prominente bulto comenzó a descender por el vientre, y no tuvo que pasar mucho para que las nalgas del cadáver comenzaran a deformarse por efecto de la presión que aquello, lo que fuese, ejercía sobre ellas hacia fuera, y que amenazaba con eclosionar sobre el abdomen del muchacho, que, entre gemidos de impotencia y desesperación, trataba de hacer fuerzas con objeto de liberar la mitad suya que seguía cautiva bajo el peso de aquellos dos mastodontes, mas nada logró.
   Fue entonces que un desagradable sonido, que recordaba al que produce un elemento viscoso cuando es removido con desesperante parsimonia, precedió a un perturbador movimiento en los pantalones del muerto a la altura de la entrepierna. La prenda, visiblemente agitada por lo que parecía ser un brazo menudo, dos en ocasiones, comenzó a ceder, ofreciendo cada vez menos resistencia. Una voz, ahora sí podía oírse con claridad, acompañaba con quejidos y lamentos cada uno de los esfuerzos que, desde el otro lado del tejido, contemplaba consternado Sigfrido, cuyas manos, mientras tanto, habían asido el canasto con el que había tratado de dar de comer a los cerdos en un principio, con la absurda ocurrencia de usarlo como inusual arma.
   De repente, al joven le llamó la atención que, a pesar de todo, no hubiese visto sangre en ningún momento, ni siquiera cuando Tronchocico atacó a su agresor.
   Al fin, los pantalones, resquebrajados tras recibir tirones de todo tipo, fueron bajados lo suficiente como para dejar ver la figura emergente de una mujer de aspecto frágil y delicado, toda ella y el largo vestido que la envolvía impregnados de una sustancia pringosa que desprendía un olor tan inusual como repulsivo.
   Sigfrido, que en ese momento sentía con repugnancia cómo se le aflojaba irremediablemente el esfínter, dadas las fuertes emociones sufridas, dejó caer el cesto sobre la cabeza de la recién aparecida, colocándoselo como singular sombrero a la vez que profería un más que dudoso grito de guerra, invocando más al desconcierto que al necesario valor. La mujer, que no tuvo tiempo de comprender qué acababa de ocurrirle, maldijo vivamente al percibir los restos de comida porcina descendiéndole lentamente por el rostro.
   Por su parte, el cerdo, dándose cuenta de que mordía algo que carecía ya de vida, volvió hacia atrás su enloquecida mirada, anhelando embestir lo que sea que vieran sus ojos.
—¡Tú no eres un hombre! —acertó a exclamar Sigfrido atropelladamente, en clara referencia al cuerpo inerte del que había brotado la mujer, que ya se había desembarazado del canasto, arrojándolo a los otros dos cerdos, que permanecían temerosos en el extremo más alejado de la porqueriza. Ésta, visiblemente disgustada, clavó sus grandes ojos marrones en los del joven al tiempo que señalaba al gigantesco marrano.
—¡Ni eso es un gorrino normal! ¡Corre!
   Espoleado por la más imperiosa necesidad, Sigfrido, aprovechando que el animal, al prepararse para atacar, liberó parcialmente la opresión que inmovilizaba sus piernas, y encontrándose con que los restos del hombre no pesaban nada sin el relleno que significaba la joven, aunque ésta no aparentase pesar mucho una vez fuera, logró obtener la tan ansiada libertad y corrió hacia la cerca como alma que persigue el diablo, a pesar del desagradable baile al que, de esa forma, sometía a los despojos recién alojados en la trasera de sus pantalones.
—¡Qué desastre! ¡Qué desastre! —oyó lamentarse a la mujer que en tan extrañas circunstancias había aparecido, y que ya se encaramaba al cercado.
   "¿Qué diablos está ocurriendo? ¡No entiendo nada!", pensó a su vez Sigfrido, ignorando que, en adelante, las cosas cambiarían para siempre, y no para bien, en absoluto.
   Enfurecido,Tronchocico profirió un rugido tal, que haría palidecer a la más fiera de las bestias del contorno. A consecuencia de ello, el asustado muchacho sufrió un resbalón del que, por fortuna, pudo salir airoso debido a que se encontraba a no más de dos pasos de la cerca, a la que pudo sujetarse para impedir la caída, que hubiese sido calamitosa. Saltó el obstáculo justo a tiempo, pues las oscuras fauces del cerdo mordieron el vacío un instante después de que el mancillado trasero de Sigfrido dejase de estar en ese mismo lugar.
   El joven, sintiéndose a salvo, se volvió a mirar en el mismo momento en que Tronchocico se estampaba contra las finas maderas que conformaban el frágil vallado que delimitaba la porqueriza, que cimbreó de tal modo que provocó que éste se estremeciera.
   De la garganta del encolerizado cochino, cuyos ojos enrojecidos parecían inyectados en sangre, volvió a brotar un atronador chillido, aturdiendo sobremanera a Sigfrido. De inmediato, los otros dos cerdos, que se habían mantenido al margen hasta ese momento, se aproximaron a él y presionaron sobre la valla, que resistía con dificultad el embate.
   Tronchocico retrocedió apenas un metro y se preparó para embestir nuevamente.
—¡Corre, idiota! ¡Morirás si te quedas ahí pasmado! —apremió la mujer a Sigfrido—. ¡Sígueme sin mirar atrás!
—¿Qué rayos sucede? ¿Quién eres tú? ¿Cómo es que saliste de la barriga de ese hombre malvado? ¿Por qué se comportaba de esa forma? ¿Y qué le ocurre a Tronchocico? ¿Qué ha sido de mis pobres padres y hermanos? ¿Por qué a mí?—se desesperaba éste mientras seguía a la mujer, cuyo humedecido vestido se apretaba en torno a su esbelta figura.
—¡Todo a su tiempo! ¡Calla ahora y huye!
   El crujir de la madera cuando es rota fortuitamente se oyó por detrás, y el corazón de Sigfrido pareció a punto de estallar.


viernes, 8 de enero de 2016

5. Y sin embargo humano.

Es negro y profundo el abismo donde caen las almas que son heridas de gravedad por la empozoñada punta de la daga que empuña la traición, que inmisericorde infringe severos cortes por donde escapa a borbotones la confianza en los otros y en uno mismo. ¿Qué puede la bestia que, asustada y afligida, se oculta en el rincón más alejado, salvo lamerse unas heridas que no cicatrizarán jamás? Sus ojos no atisban un mañana mejor cuando tan terrible es el presente y fue el pasado tan dulce. Hacía allí abre sus puertas la memoria, dejando que la triste melancolía inunde los campos sobre los que debe posar los pies el ánimo, que, desfalleciente, decide sentarse y aguardar un mañana mejor que ya nunca vendrá, porque los ojos que contemplan el mundo sólo advierten sombras en las que acechan fauces terribles que esperan el momento adecuado para desgarrar y despedazar,crueles, la carne del que lucha ofrece cuando nada hay que ganar sin la venida de la esperanza que tan lejos queda, tan inalcanzable como deseada, tan imposible.
   Es un largo e incierto camino lleno de terrores que enfrentar el que la bestia herida tiene ante sí. Y lo teme en demasía, pues andarlo le exige exponer sus debilidades nuevamente al alcance de extraños embaucadores, portadores de males, que empuñan terribles armas y que sólo ofrecen promesas de sufrimiento. Y la bestia, que cada vez se reconoce más a sí misma como tal, se siente desesperadamente sola y abandonada, rechazada. Y aunque ese es el peor de los pesares, el dolor más profundo e insoportable, es allí, en aquel lejano y oscuro rincón donde decide permanecer asustada de todo, incluso de sí misma. Tal es el veneno que baña la hoja de la daga que empuña la traición, la misma que a todos anhela alcanzar.

   Imagen de Tizzyru. 

4. Torres de ilusión.

Amarga es la mirada de aquéllos que, aun estando vacíos, insisten en mostrarse plenos y dignos de admiración, ignorando que es en sus tristes ojos, los mismos que tratan de hacer brillar, donde cae gran parte del peso de los sueños de un lejano pasado, que, una vez rotos, se precipitan a las abisales honduras de la nada, arrastrando consigo ilusiones que ya nunca serán satisfechas. Y qué son los ojos, sino ventanas por las que, oculta tras el velo de la inquietud, se asoma el alma, que busca anhelante cualquier esperanza con la que domar a la razón, siempre dispuesta a abrazar la verdad, convencida de que sólo una hay, una verdad que al alma incomoda, pues la desnuda y la hace menguar, cuando lo que desea es resplandecer, aun a sabiendas de que sólo con los putrefactos hilos de la mentira y la traición será confeccionado el traje que más hermosa la volverá a ojos ajenos, a los que sólo permitirá admirar su vana grandeza, nada más, pues de barro son los cimientos sobre los que erige su larga y hermosa torre, ignorando que sólo el sol y las estrellas resplandecen por siempre y son inalcanzables. Pero todo es finito, más aún lo que sobre falsedades se construye. La singular torre acabará por desmoronarse a sí misma a causa de las vanidades y la negación de la realidad, armando tal estrépito que perdurará por siempre en el recuerdo del alma que siempre quiso resplandecer, aun en el negro anochecer. Sólo ruinas quedarán allí donde murieron los sueños de aquellos que no supieron dejar de mirar atrás y que, aun así, pretendían brillar. 

   Imagen extraída de pinterest.com

3. El momento quebrado.

Cuando alguien nos arrebata la soledad sin lograr que nos sintamos acompañados, alejando así el momento de paz que habíamos logrado, debemos ser conscientes de que, al guardar silencio, no haciéndole saber que las puertas estaban cerradas, somos en parte cómplices del malestar que se instala en nuestro ser, quebrantando de ese modo la reconciliación con nosotros mismos y, por consiguiente, también con el propio mundo. Si somos incapaces de sincerarnos con el "intruso" debido al conflicto social que ello supondría, quizás debiéramos dulcificar la mirada y dejar de explicar con los gestos, insolentes, y no siempre claros de interpretar, aquello que no tenemos valor de hacer con la palabra. Seamos indulgentes, al menos ante los bienintencionados, no olvidemos que, en ocasiones, podríamos ser nosotros quienes arrebatamos la soledad a otros aun haciéndoles sentirse no del todo acompañados. No siempre abrimos los ojos tanto como creemos.

   Imagen extraída de Modestino.blogspot.com

2. El abismo prometido.

Pocos diablos son más voraces que aquel que llamamos felicidad. Nunca tiene suficiente, y para saciar su apetito se vale de voluntades ajenas a las que promete una realidad que dista de serlo. Y aun así la ansiamos desesperados, a sabiendas de que el esfuerzo requerirá un pago que nunca será satisfecho. Efímero momento. Ilusión. Desvanecimiento. Desazón.
Y sin embargo, la anhelo como el que más, tratando de aferrarla para siempre cuando creo acariciarla. Pero se escurre entre los dedos y se aleja entre risas, las mismas que persigo mientras brotan las lágrimas del niño que no quiero dejar de ser. Miro hacia atrás, y la realidad, que incansable me sigue, cruda y desapacible, me ofrece sus brazos para llorar. Pero niego su amor, reniego de su verdad, todo lo que quiero lo tiene felicidad.
   
   Imagen de Guillame Néry.

1. Las lágrimas del payaso.

Tristes son las lágrimas del payaso, que tras la máscara que busca la risa y el sueño sufre el llanto desconsolado. ¿Quién no ha sonreído a la multitud aun cuando terriblemente solo y olvidado se siente? El ser, otrora magnífico, se empequeñece hasta caer marchito presa de una pena insoportable que abarca más allá de su comprensión mientras la vida fluye a su alrededor, impasible. Algunos ojos extraños, comprensivos, muestran piedad por lo que ven a través de miradas entristecidas por incontables desengaños que pugnan por salir en un grito agónico y desesperado, mas son encerrados en profundas celdas junto a las miserias que pueblan los rincones más oscuros de nuestros recuerdos y vivencias. Sólo las alegrías, escasas, se muestran magnificadas más allá de lo razonable, pues nos empeñamos en hacer de ellas el centro sobre el que deben girar nuestras vidas, tan insignificantes como valiosas, tan falsas como dolorosamente reales. Es en la soledad, cuando no hay presente más ser que aquél que de todo tiene constancia, decepcionado con el papel que le ha tocado interpretar en la única obra donde será verdadero protagonista, que cae al fin la máscara del payaso, la que a todos hace reír y soñar, la que oculta sus lágrimas al llorar.

   Imagen de E. Arazo.